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El suicidio social de una reputación

Diferentes hipótesis se han mezclado tras los fallos arbitrales de Diego Ceballos en la final de Copa Argentina. Su reputación se ha manchado, aunque todo pueda quedar sumergido en la nada.





Diego Ceballos está encadenado a dos acusaciones. Una deja al desnudo sus carencias e incapacidad profesional. La otra mancha de manera irreversible su accionar de aquí a, quizá, la eternidad. Por un lado, la platea sensible y de tendencia racional de este marco de opinantes construido tras la polémica final de la Copa Argentina, que sostiene que Ceballos tuvo un pésimo arbitraje. Sus fallos, aún sin intención, fueron calamitosos y un referente del arbitraje con tamaña responsabilidad no puede cometer semejantes equivocaciones: si bien es un ser humano, no estuvo a la altura y deberá reinventar su carrera como hombre de negro si es que a esto quiere dedicarse.

La otra corriente de pensamiento crítico se embandera en una posición más extremista pero, debido al pantanoso estado de la Asociación del Fútbol Argentino y las sospechas que acarrea Daniel Angelici en vísperas de elecciones presidenciales en Boca, no deja de ser una hipótesis valida: Ceballos fue “comprado” y pitó adrede todo el circo que montó en el partido mediante su simulacro de errores. El referí perdió los escrúpulos morales ante un ofrecimiento por parte de un agente allegado a intereses xeneizes y cometió el delito de corrupción vendiendo su actuación en el cotejo a cambió de alguna remuneración que favorezca su calidad de vida.

A pesar de que significaría un daño irreversible en su trayectoria, sería un alivio para este procurador de justicia en campo de juego que se estableciera una especie de comunicado, noticia, investigación o defensa que establezca su inocencia, humanizando sus errores y calmando, al menos en un porcentaje menor, los latigazos sociales que está padeciendo él y su familia.

Lo de Ceballos es indefendible. Aun desligando acusaciones en torno a ilícitos financieros. No se puede comprender cómo fallo repetidas veces y de manera tan abrupta. Parecía un capítulo de la Dimensión Desconocida, una cuasi-realidad. La condena social, latente no solo desde la hinchada rosarina sino también desde muchísimas falanges no participantes de la final, se hizo definitiva a medida que el partido llegaba a su fin y las redes sociales construían a fuerza de insultos, amenazas y acusaciones el nuevo panorama de vida de Ceballos: su reputación ya no existe; o peor aún, existe y está manchada de forma irreversible.

Pero quedarse en la pregunta de “¿Error o intención?” sería estropear este análisis. Porque Ceballos es un hombre de fútbol, y, ante todo, un ser humano: conoce los códigos y vaivenes futbolísticos, y sabe que en este país, como en tantísimos otros del globo, perjuicios en el ámbito del fútbol pueden terminar con una recalcitrante condena social que no solo le impida circular nuevamente con normalidad por una cancha, sino que también le prohíba salir con tranquilidad a recorrer las cuadras de su barrio. Esto no es algo aislado puramente al arbitraje (como sucedió con Gabriel Brazenas), sino que también lo pueden padecer dirigentes o futbolistas (el caso Javier Cantero es el más reciente).  La incógnita que retumba en la profundidad de lo que sucedió es: ¿por qué un tipo con una carrera en ascenso, con un nombre que sostener, con una familia, con una imagen pública y con tamaña responsabilidad accedería de manera tan pornográfica a ensuciarse frente a un estadio repleto y una transmisión que tenía en vilo a millones de personas? ¿Cómo es que una persona que conoce la tolerancia cero, que convive en el mundo del fútbol (y en el mundo de las redes sociales, dato no menor) se sometió a eso que vimos todos? ¿Existe una tercera hipótesis, un chantaje o una manipulación que pudo haber sufrido Ceballos? ¿Acaso eso pondría paños fríos a la situación o el contexto ya no tiene marcha atrás?

La furia de Rosario Central es comprensible. Su respuesta administrativa ante el agravio también: el equipo amenazó, desde la rama dirigencial, con quitarle el apoyo a Luis Segura si desde la AFA no se intervenía con alguna solución. El presidente, cada vez más tenso ante el advenimiento de los comicios, realizó una escalera de sanciones: primero deslizó que efectivamente había habido un grave error de Ceballos en el encuentro, luego formalizó un parate indefinido para el referí y por último confirmó la finalización del vínculo del árbitro con la Asociación del Fútbol Argentino. Todo esto en el lapso de 72 horas, aunque daba la sensación que la carrera de Ceballos había sufrio un golpe de knockout apenas finalizado el cotejo.

La condena social ya hizo su juicio contra Ceballos y por unanimidad lo declaró culpable. Una primera faceta de esto es cierto: es responsable de una pésima actuación nutrida por errores alevosamente inexplicables. Restará una investigación que decida si existieron entramados oscuros sosteniendo el desempeño del árbitro. El otro día, por televisión, escuchaba la voz entrecortada de su madre. Hablaba de que su hijo se la pasaba llorando abrazado a sus hijos y que seleccionaba, por su parte, creer que todo esto se trataba de una pesadilla. Su costado maternal estaba dañado ante la ola de insultos y amenazas que padecía su familia; esto es verídico y basta comprobarlo con un fugaz buceo por redes sociales y portales de noticias.

La vida de Ceballos cambió para siempre. La pregunta es: ¿Él fue consciente de sus fallos? ¿Fue incentivado a equivocarse? Y si fuera así, ¿por qué lo hizo? ¿Cómo justifica con billetes los agravios que su círculo íntimo sufre, cómo avala con una recaudación ilícita no poder caminar tranquilo por la calle?

Sospecho, desde la total ingenuidad, que hay una pieza del rompecabezas que nos falta. Pero también sospecho que esto, causa de la inoperancia de AFA complementada con el boom de noticias que sepulta historias como esta en el inconsciente constantemente, quedará sumergido en las profundidades de la nada.

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