Desde sus inicios en la Selección, Alejandro Sabella fue criticado por más de uno. El tiempo pasó, las heridas aun siguen sanando pero sus detractores continúan en pie. Como sucede muchas veces: un árbol tapa el bosque.
Debes estar feliz, me imagino. Con una sonrisa de oreja a
oreja, digna de un comercial de chocolates Kinder. La era de Sabella
al mando del seleccionado terminó hace más de un año. Festejaste el fin de las
convocatorias a Rodrigo Braña, Leandro Desábato, Enzo Pérez y José María
Basanta. Nadie podía borrarte la satisfacción del rostro cuando Carlos Tevez
fue nuevamente convocado. Gerardo Martino, actual entrenador, proviene del
Barcelona, y si bien no le fue tan bien en aquel club, el hecho de que provenga
de semejante institución lo eleva por encima del viejo y desdichado Pachorra,
finalista inconcluso, peronista desprolijo, técnico que jamás dirigió en
Europa.
Ganaron ustedes, señores. Les felicito. Y no le escribo al
público ecuatoriano, celebre de una victoria inédita en su historia. Estas
humildes líneas van para aquellos furiosos anti-sabellistas, típicamente
lectores del Olé y manipulados por corporaciones millonarias que buscan
instalar a su placer “jugadores del pueblo”, “entrenadores de alta gama” y
demás pericias del marketing. Decidieron comprar la realidad más fácil: Sabella
es malo, ineficiente, ultradefensivo. ¿Para qué perder tiempo interpretando su
planteo? Es un inútil, un innecesario. Cualquiera puede dirigir mejor que él.
Se obsesiona con Braña, quien es un jugador de mucha edad. Está encantado con
Desábato, quien pega de más y no juega en un equipo grande. Sigue convocando a
Sergio Romero ¡A Romero! ¿Cómo lo puede bancar, si todos lo insultamos al
unísono? ¿Basanta al Mundial? Por favor, el nuevo Ariel Garcé. ¡¿Enzo Pérez?! Es
verdad lo que decían en el diario, hay que ser jugador de Estudiantes para
jugar en esta Selección.
Qué carácter el de Alejandro Sabella. Admirable su
compromiso con sus ideas y principios, que se mantuvieron firmes sobre el
césped mientras el huracán mediático pedía modificaciones en los mismos. Preciosas palabras deslizó en su conferencia
de prensa primeriza como director técnico: “Pregúntense ustedes qué pueden hacer
por la Selección Nacional”. Grande Sabella, carajo. Un único héroe en ese
pantano putrefacto llamado Asociación del Fútbol Argentino. Humilde de manera
auténtica, y no en la forma comercial: sonrió levemente cuando Romero, a quien
sostuvo a pesar de las críticas, fue la insignia en semifinales ante Holanda.
Palmeó en el hombro en tono juguetón a algún ayudante de campo cuando Basanta
desplegó su juego en los partidos que le toco ingresar.
Habrá esbozado alguna
risa nocturna cuando las fotografías con su cara sonriente y su saco abierto se
viralizaron mientras Argentina avanzaba en la Copa del Mundo. Sabella era
demasiado real para este bloque sin vida llamado Selección, cada vez más
desprestigiado e ignorado. En silencio,
concluida su misión hizo las valijas y se fue. Ni siquiera la prensa se acercó
a su persona para consultar cómo continuaría su historia. Con las cámaras centralizadas
en el fallecimiento de Julio Humberto Grondona, Sabella regresó a su ciudad
adoptiva, La Plata, para disfrutar la calma y volver a vivir como un ser humano
más. Por tres años fue un hombre común con responsabilidades muy importantes.
Amaba su oficio, y por eso lo dejó volar.
Le hicieron la vida imposible durante tres años por no
dejarse llevar por los medios masivos, periodísticos o de hinchas de a pie con
furia jurada ante el sabellismo. Quizá la obsesión criticadora instalada nos
impidió ver nuestras propias carencias.
Emocionante. Con el tiempo vamos a lamentar un error irreparable
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