Quizás no sea políticamente correcto decirlo. Pero algunas cualidades, como la honestidad, están sobrevaloradas y a partir de allí se terminan consagrando aberraciones clamorosas.
Hablamos de la política de las instituciones deportivas, pero podemos extenderlo este concepto a la política en general. A cuántos escuchamos hablar de la honestidad (o la no corrupción) como un fin en sí mismo. Como si en eso se terminara el mundo. Como si eso fuera un plan.
"Vamos a acabar con este grupo de corruptos", "vamos a limpiar la institución", etc. Frases altisonantes, que suenan bien, pero que dicen realmente poco. Por más que suene muy fuerte, y sea una declaración de principios, no deja de ser solo una promesa, nada más.
El problema pasa cuando una herramienta -la no corrupción- pasa a ser el fin. El caso más claro en el presente cercano, el de Javier Cantero en Independiente. Su bandera de campaña fue la escoba, llegó a la sede de Mitre el día de su elección con ella y eso parecía en sí mismo resolver todos los males del club.
La ausencia de un proyecto programático condenó algunas buenas intenciones y en ese maremagnum de pésimas decisiones institucionales y deportivas, la honestidad de Cantero -que no se pone en duda- pasa a un segundo plano. Su gran aval político se difuminó en poco más de dos años.
Hoy Independiente está peor (se incrementó de manera significativa la deuda, el equipo está en la B y el plantel carece de capital de venta a futuro) que cuando lo recibió Cantero al club, y repetimos, no hay indicios de que él haya obrado de mala fe, que se haya enriquecido o algo por el estilo. La honestidad debería ser una condición intrínseca a la función, pero si se repite en exceso a la hora de la campaña previa, desconfíe. Probablemente no tenga (o lo peor, no quiera explicitarlo) un proyecto interesante para llevar adelante.
Recuerde al entrenador aquel que una noche en el Ducó proclamaba una honestidad a prueba de balas, vuelva sobre su sentencia. Quizás "ese señor le hace daño a mucha gente".
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