La historia de un pebete que creyó, que soñó y que pudo convertir esa quimera en realidad. Un texto, ficticio y hasta mágico pero con algo de realidad. Unos párrafos que encierran una pequeña porción de la vida de un astro y hasta de un D10S, para algunos. Imperdible y emocionante. Amalo, querelo y disfrutalo.
El sol
se asomó, tímido pero ligero. Eran casi las siete de la mañana y el primer rayo
de luz matinal entró por el agujero de la ventana de chapa que separaba la
pieza de Dieguito de la calle. Esa exhalación del Sol le partió la cara al purrete
que de un salto se levantó de la cama que, con madera y un par de tablones
entrelazados, le había hecho su padre Don Diego, en una de esas tardes de
inspiración que suele tener todo humano.
Dieguito
Armando se calzó los cortos, los botines ‘Sacachispas’ y una remera blanca que
demostraba, en sus manchas marrones, el amor al barro del potrero. Cruzó el
patio de su humilde casa y se metió al baño. Prendió una vela para darse un
poco de luz y se lavó la cara para sacarse las lagañas e irse a entrenar.
Saludó a
Doña Tota, su mamá, y a sus cuatro hermanos. Giró el picaporte y salió a la
calle en busca del colectivo que lo alcanzaba a La Paternal. En el viaje, un
libro. La historia contaba la vida de un muchachito, pobre como él, que salvó a
su familia con el dinero que le dejó el fútbol. Y Dieguito lo leía con la idea
de algún día ser él el protagonista de esas líneas.
Arrancó
suave con el trotecito en el entrenamiento, después jugó un poco con la pelota,
a la que tenía enamorada, y por último se destapó con seis goles en el
picadito. En el vestuario, al finalizar la práctica, mientras él se volvía a
vestir con la ropa que trajo de su casa, apareció un hombre pintón y de buena
pilcha que lo saludó y le aclaró que, en algunas horas, le iba a llegar algo
grande.
Volvió a su ranchito, que para él era un castillo, con un sentimiento de duda y de sorpresa al mismo tiempo. A la mañana siguiente el cartero se paró en la puerta y le entregó a ‘Pelusa’, como lo conocían en el barrio a Dieguito, una carta. El remitente: Asociación Atlética Argentinos Juniors, el club donde él se lucía. Y el destinatario era Dieguito. Los ojos se le llenaron de lágrimas de alegría y el corazón estaba a punto de explotarle. No creía que su sueño, ese del libro, se le estaba por empezar a cumplir.
Pelusa,
con sus rulos al viento, cruzó toda la casa y se aferró a Doña Tota que estaba
con sus manos metidas en el agua helada mientras fregaba la ropa sucia.
Dieguito lloró y entre lágrimas le dijo: “Mamita, me llegó la citación del
Club”. Sí, el próximo fin de semana iba a debutar en primera con solo dieciséis
años. Tota lloró. Y por la tarde volvió de trabajar Don Diego, y también
gimoteó. Al igual que sus cuatro hermanos. La casa era pura felicidad y Villa
Fiorito se vistió de fiesta para felicitar a su futuro pequeño crack.
Esa
semana se le hizo larga. La noche anterior al debut Dieguito no durmió. Anduvo
de acá para allá en la cama, de una punta a la otra de la casa con sus pasos
lentos por la medianoche. Don Diego y Doña Tota se cansaron de insistirle que
intente sellar los ojos y dormir un poco. Pero todo fue en vano. La esperanza
de cumplir lo de aquella historia en aquel libro era mucho más fuerte.
Pisó la
cancha. Esperó sentado en el banco de suplentes al lado del entrenador. “Vaya Diego, juegue como
usted sabe. Y si puede tire un caño", le dijeron. Se metió la casaca roja
con vivos blancos adentro del short rojo y debutó. El día que había esperado
toda su vida había llegado. El salvar a su familia de la pobreza infinita
estaba casi a la vuelta de la esquina. Ahora estaba en él, y en sus pinceladas
mágicas dentro de las líneas de cal, ser el protagonista del libro que se leía
en el trayecto de Villa Fiorito y la Paternal.
"Sin más armas en la mano, que un 'diez' en la camiseta" |
Con el tiempo, los goles y las bellas jugadas que regalaba dentro de la cancha con la diez en la espalda lo
llevaron a cumplir su sueño. Los manguitos que juntó lo ayudaron para
comprarles una casa a Doña Tota y Don Diego.
Pero a su historia le faltaba un capítulo, el
más importante. Una tarde única. Un Mundial con la celeste y blanca sobre su
piel. Un gol antagónico ante aquellos piratas que le quitaron, a él y a su
patria, las Islas Malvinas. Y una Copa del Mundo, de oro puro, que le devolvió el
rayo de luz que lo despertó aquella mañana en Villa Fiorito. Pero ahora no era
obra del sol sino de la gloria. De la gloria de llamarse Diego Armando
Maradona.
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